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‘La oscuridad es la guerra’: los niños de la guerra civil en el Líbano aún recuerdan los traumas de esa época

Cuando eres niño, ¿cómo se supera una guerra?

A la luz de las velas, juegas mucho al Monopolio y Scrabble en baños sin ventanas convertidos en refugios antibombas para la familia. Era como una gran pijamada, si lograbas ignorar las duras baldosas y los ruidosos bombardeos de algún grupo armado que intentaba matarte por razones que no entendías.

Sí, la guerra es edificios pulverizados, el ulular de las ambulancias, sangre, funerales. Pero la guerra puede ser aburrida durante largos períodos, y uno pasa el tiempo recurriendo a lo trillado y familiar.

Sin embargo, algunas de las ayudas que utilizamos para superar una infancia marcada por el conflicto —como los interminables juegos de mesa— ahora son una fuente de traumas para mí y para mis amigos. Crecimos durante la guerra civil del Líbano y ahora somos adultos que intentamos llevar una vida normal, criando a nuestras propias familias mientras el país vuelve a colapsar.

Para mi generación, los campos minados de emociones pueden rodear las actividades más mundanas, incluso 32 años después del fin de la guerra.

Artículos cotidianos como las velas pueden desencadenar recuerdos traumáticos de la guerra. A medida que continúan los cortes de energía en Beirut, los residentes vuelven a vivir a la luz de las velas.Credit…Anwar Amro/Agence France-Presse — Getty Images

“No me gustan los ambientes románticos”, dice mi amiga Nadine Rasheed, una desarrolladora de productos de 40 años que ahora vive en Nueva York. “Las velas me producen ansiedad. Pasamos mucho tiempo estudiando a la luz de las velas después de la escuela”.

Cuando tenía 30 años y acababa de casarse con un estadounidense que vivía en el Líbano, se fueron de campamento a Jordania. Después de una larga caminata, él había organizado una cena a la luz de las velas en la naturaleza. Y ella entró en pánico.

Luego, cuando se calmó, vino la larga explicación de cómo había sido crecer durante una guerra civil, obligada a recurrir a viejos inventos, como las velas, mientras su país se deterioraba y la electricidad era cada vez más escasa.

“Es un trauma colectivo en el Líbano, y un trauma complejo, porque no estamos hablando de una sola cosa, sino de muchos acontecimientos que la gente vivió”, señaló Ghida Husseini, mi exterapeuta en el Líbano, especializada en traumas. “Es la guerra y el estrés de perder el sustento y no sentirse seguro”.

La autora, a la derecha, con sus hermanos mayores durante una visita familiar a las ruinas de Baalbek en la década de 1990, después de que terminó la guerra.
La autora (el bebé que está a la derecha) y su prima durante sus bautizos en el Líbano, en medio de la guerra.

Nadine y yo llevamos toda la vida esperando a que Beirut vuelva a tener el glamur de la generación de nuestros padres. En muchos sentidos, Beirut sigue siendo seductora, sigue estando muy cerca de convertirse en “la próxima Berlín”, como les gusta decir a los hípsters. Por eso es muy difícil dejarla ir.

La guerra duró quince años, hasta 1990. Cansada de esperar, la nación aceptó una amnistía general a cambio de una paz inestable. Vimos cómo los líderes de las milicias cambiaban sus trajes ensangrentados por trajes de diseñador y empezaban a dirigir el país.

Ahora nos encontramos esperando, de nuevo, mientras esos criminales de guerra convertidos en políticos han dirigido mal el país —una crisis bancaria en curso ha hecho que la moneda pierda más del 90 por ciento de su valor— y han eludido la responsabilidad de una explosión ocurrida en el puerto marítimo de Beirut en el verano de 2020.

La crisis del Líbano ha hecho que los hogares vuelvan a hacer acopio de velas y juegos de mesa. Los recuerdos de la guerra pasada ahora son elementos básicos de la decadencia actual.

El Líbano vive su peor crisis económica en décadas lo que, en ocasiones, ha provocado violentos enfrentamientos callejeros entre policías y manifestantes.Credit…Diego Ibarra Sanchez para The New York Times

La primera vez que me di cuenta de que los objetos cotidianos podían hacer que las manos sudaran y los cerebros se sobrecargaran de recuerdos fue cuando un amigo nos propuso a Nadine y a mí jugar un juego de mesa una noche.

“No, no quiero”, dijo Nadine, adoptando una postura decidida ante algo que a la mayoría le parecería tan trivial.

Pero yo sabía exactamente por qué había dicho: “¡No!” con tanta fuerza hace diez años, aunque no volví a hablar con ella del tema hasta hace unas semanas, cuando la llamé para este artículo en mi calidad de corresponsal internacional para The New York Times, ahora con sede en Ciudad de México.

“Cartas. Velas. Linternas. Me producen una sensación de tristeza, porque no había nada más que hacer que jugar a las cartas en el estacionamiento subterráneo que utilizaba mi familia” para evitar los bombardeos, relató. “Recuerdo estar sentada en un colchón cuando era niña, rodeada de velas. Hay una sensación de estar atrapado. No hay televisión. No hay música. No hay electricidad. No puedes salir, es demasiado peligroso. Todo lo que hay son cartas”.

La guerra no perdonó a ningún grupo (Nadine es drusa), no dejó ninguna infancia indemne, pero los detonantes de los malos recuerdos pueden ser diferentes para cada sobreviviente.

Raoul Chacar, un amigo de la infancia que creció en un suburbio cristiano de Beirut, me dijo que le encantan los juegos de cartas. Pero ver a la Virgen María todavía lo impacta.

Raoul Chacar desarrolló un tartamudeo después de soportar los bombardeos nocturnos durante la guerra civil.Credit…Natalie Naccache para The New York Times

En aquellas noches en que los bombardeos eran más feroces, cuando las familias de su edificio se refugiaban en el hueco de la escalera (con los televisores trasladados a los pasillos para ver las noticias), Raoul se transformaba en una superestrella de las cartas. Él y los vecinos con los que jugaba aprendieron a calcular cuánto tardarían los tanques cercanos a su edificio en recargar sus proyectiles, jugando juegos de mesa rápidamente antes de que comenzara el bombardeo y las piezas se dispersaran por el tablero.

“Las cartas fueron mi infancia, no puedo odiarlas”, Raoul me dijo recientemente. “Y yo era el mejor”.

Una noche, mientras Raoul dormía (la ventana de su habitación estaba tapiada con la mesa del comedor para protegerlos de los francotiradores), comenzó un bombardeo. Su madre le gritaba, buscándolo frenéticamente hasta que los encontraron, en ese entonces tenía 5 años, llorando mientras abrazaba una foto enmarcada de la Virgen María que se había caído de la pared. Rezaba por su vida. Después de eso, desarrolló un tartamudeo.

“Cuando me fui del Líbano, me fui. Solo me llevé mi tartamudeo”, dijo Raoul, quien ha vivido en los Emiratos Árabes Unidos y Polonia desde que dejó el país. “Así es. Ese es el equipaje que me llevé”.

Tuve suerte. No crecí en el Líbano, al menos no todo el tiempo porque mi padre trabajaba en el extranjero, esperando a que terminara la guerra y la oportunidad de regresar.

Sin embargo, todos los veranos, sin importar lo que sucediera (una invasión israelí, el atentado suicida que mató a cientos de infantes de marina estadounidenses), volvíamos, para estar con nuestra familia, tomar sus manos y decirles: no los hemos abandonado. Era lo peor de la culpa del sobreviviente, un papel que desempeñé todos los veranos hasta que nos volvimos a mudar al Líbano cuando tenía 10 años, a principios de la década de 1990.

Sin embargo, presenciamos el peligro de manera cercana durante esas visitas veraniegas. En 1985, mi madre nos llevó a mis hermanos ya mí a hacer un mandado y se salió de la carretera para tomar otra ruta. Segundos más tarde, una explosión gigantesca atravesó el lugar donde nuestro automóvil había estado y mató al menos a 50 personas. Vimos huir a los heridos, con la sangre corriendo por sus rostros.

Muchos se preguntan cómo sería su vida adulta si su infancia hubiera sido diferente.

Abed Bibi, un hombre de 58 años que está casado con una amiga mía, no puede soportar la oscuridad.

Abed Bibi, quien ahora vive en Dubái, juró que jamás regresaría al Líbano.Credit…Natalie Naccache para The New York Times

Bibi, que es palestino musulmán suní, creció en el barrio de Sanayeh de Beirut, cerca de la Línea Verde que separa el este cristiano del oeste musulmán.

Décadas después, los atardeceres siguen siendo un trauma para él.

“¿Sabes que la gente se detiene a mirar la puesta de sol? Yo la odio”, me dijo Abed. “No puedo mirarla”.

Porque significaba que se acercaba la noche. Y la noche significaba bombardeos.

La familia de Abed vivía en el último piso de su edificio de departamentos. Al atardecer, durante los peores días de la guerra, su familia bajaba al departamento de su vecino, que estaba mejor protegido, en la planta baja.

“Los atardeceres me recuerdan cada vez que teníamos que bajar al primer piso con la familia armenia para refugiarnos allí, porque era cuando empezaban los bombardeos”, narró, guardando silencio antes de silbar para imitar el sonido de las bombas al caer.

Ahora que ve crecer a su propia hija pequeña en Dubái, Abed jura que nunca volverá al Líbano, por el bien de su hija. Y por el suyo.

Como muchos, alberga mucha rabia por la infancia que le robaron.

“Podría haber sido una mejor persona, más fuerte, quizá más sabia, con menos miedo”, aseguró. “Sobre todo el miedo. Porque el miedo es un trauma. Soy un hombre adulto y tengo miedo de caminar en la oscuridad. Porque para mí, la oscuridad es la guerra”.

Una vista de Beirut. “Los atardeceres me recuerdan cada vez que teníamos que bajar al primer piso con la familia armenia para refugiarnos allí, porque era cuando empezaban los bombardeos”, dijo Abed.Credit…Diego Ibarra Sanchez para The New York Times

María Abi-Habib es la jefa de la corresponsalía para México, Centroamérica y el Caribe. Ha reportado para The New York Times desde el sur de Asia y el Medio Oriente. Encuéntrala en Twitter: @abihabib


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